Muertos y brillantes
- moniquenica
- 22 abr 2018
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 14 sept 2021
Un relato autobiográfico de una viaje extraño en el mar.

Estaba siendo una primavera sin demasiadas lluvias, el sol te calentaba y después una leve brisa fresca te aliviaba del calor. Yo me disponía a meter ropa ligera en mi maleta, quizás metiera alguna chaqueta tímidamente en el fondo por si el sol desapareciera pero nada lo suficiente abrigado como para soportar un frío intenso.
Mi padre en ese entonces vivía en Denia, en gran parte influenciado por mí, estaba buscando un sitio tranquilo con mar donde pasar su jubilación, había vivido varios años en la isla de Tenerife en una zona turística y estaba un poco harto del ruido y del ambiente festivo.
Yo le recomendé ir a esa ciudad, pero tras varios meses allí dijo que tanta tranquilidad le inquietaba y que el mal tiempo le deprimía por lo que decidió volver a la isla donde su única preocupación era dar largos paseos en pantalones cortos y quejarse de los turistas ruidosos.
Antes de abandonar el apartamento en Denia me dejó ir varios días mientras él estaba de viaje, así podría aprovechar para irme de vacaciones sin gastar demasiado dinero.
Al llegar me sorprendí por el tamaño del apartamento, tenía una terraza gigante que daba a una zona asalvajada en medio de la ciudad. Había árboles grandes, palmeras, un castillo a lo lejos y si mirabas hacia abajo podías ver también el jardín y la piscina de la urbanización.
Nunca vi a nadie allí, o al menos en el tiempo que estuve allí no me crucé con un solo vecino, seguramente eran apartamentos vacacionales que la gente alquilaba en verano pero que el resto del año se encontraban vacíos.
Era una sensación extraña, todo marchaba bien, la piscina estaba lista para meterse en ella, las tumbonas estaban colocadas en fila para que la gente pudiera tumbarse, por la noche encendían las farolas del jardín para que los niños pudieran jugar ahí mientras sus padres se tomaban unas copas en un bar cercano. Pero no era verano, solo estaba preparado el escenario pero faltaban los actores.
No se escuchaba ningún sonido humano, solo el aire fuerte que hacían crujir las ramas, el chirriar de los toldos en las casas vacías y a lo lejos, en lo alto del castillo, el graznido fuerte y estremecedor de una gaviota.
En ese entonces estaba pasando un momento complicado con mi pareja, yo me encontraba muy inestable emocionalmente y él era bastante distante conmigo, esas vacaciones no era para mi solo una forma de desconectar si no de pensar en mi relación con él.
Nada más llegar al apartamento dejé mis cosas en la habitación y sin deshacer las maletas cogí una cerveza que había en la nevera, salí a la terraza y me lié un cigarrillo, odio el sabor del tabaco, pero cuando me siento mal fumo sin parar, es como una forma de castigarme a mi misma.
Sentada en una silla contemplaba el paisaje que tenía delante, comencé a fumar mientras pensaba en lo deprimente que era aquel lugar y lo deprimente que era yo.
Por alguna razón ese paisaje me enfadaba, armonizaba demasiado bien con mi estado de ánimo.
Tuve la necesidad de escribir a alguien que estuviera en el mundo real para sentirme de nuevo conectada a él. Decidí entonces hablar a mi pareja y como supuse que iba a ocurrir su forma distante de contestarme me destrozó.
Sinceramente, tengo ciertas dudas de si era él o era el lugar que me rodeaba que creaba como una especie de melodía triste que dramatizaba más de la cuenta la situación, como cuando en el cine te ponen una banda sonora que te entristece más que la historia en sí.
Cada vez tengo más claro que no fue él, que fue el lugar, que no fueron sus palabras, que fue la banda sonora.
Discutimos durante horas y terminó por dejarme, decía que no podía más con mi inestabilidad y mis impulsos incontrolables, le entiendo, yo también me habría abandonado en ese momento.
Después de terminar la cerveza se hizo de noche y salí al mar. El viento era tan fuerte que no me dejaba avanzar, pero luché contra él con la fuerza de la rabia que me inundaba.
Conseguí llegar a la orilla y vi como el oleaje era tan fuerte que había arrastrado a varios animales del mar muertos a la orilla. En especial a un extraño molusco de color rosa, nunca supe que tipo de especie era, pero estaban esparcidos por toda la orilla del mar, muertos y brillantes.
Cogí uno, estaba pegajoso y blando, no tenia forma alguna, no podría saber donde tenía los ojos o la boca, era todo una baba de color rosa intenso, resultaba extraño que en algún momento esa cosa hubiera estado viva.
‘’¡Qué ser más extraño!’’ pensé. En ese momento, al ver miles de animales muertos y uno de ellos deshecho en mi mano sentí una leve sensación de querer vivir, parece que cuando son mis ojos tristes los que observan ocurren en el mundo cosas extrañas, cosas que con mis ojos despreocupados nunca vería.
La noche había inundado completamente el paisaje y lo único que iluminaba era la difusa luz de la luna entre las nubes y unas escasas farolas que había a lo lejos junto al paseo marítimo.
Estaba completamente sola y casi a oscuras, hacía demasiado mal tiempo como para que nadie caminara de noche rodeada de cadáveres de criaturas desconocidas, solo habría que encontrarse en el estado en el que me encontraba para hacerlo, pero fué por eso que pude ver ese paisaje único y especial, parecía que el mar lo construyó sólo para mí, para ese preciso momento.
Contemplé la masa pegajosa rosa de mi mano, el paisaje muerto que me rodeaba y encima mía, a una gaviota en el cielo. Estaba planeando sin moverse del sitio, el viento no le dejaba avanzar pero paciente, sin moverse, esperaba el momento de poder continuar con su camino, momento en el que el viento estuviera a su favor.
Esa imagen creó en mí una especie de contemplación filosófica, quizás debería dejar de preocuparme tanto, quizás debería dejar que las cosas simplemente ocurrieran.
Me eché a llorar, comenzó a llover.
Al día siguiente me desperté con los ojos hinchados y humedecidos, miré por la ventana para ver si el tiempo había mejorado pero parecía incluso peor, el viento era tan fuerte que había tirado varios árboles al suelo, la lluvia caía encima de la piscina a tales cantidades que parecía que en cualquier momento podría desbordarse e inundarlo todo.
Cogí algo para desayunar de la cocina y con una manta encima salí a la terraza, el viento y la lluvia hacían un ruido tan fuerte que aunque gritara con todas mis fuerzas nadie podría escuchar mi voz, pensé en hacerlo pero enseguida me quité la idea de la cabeza, prefería desayunar en silencio, hasta mi propia voz me molestaría.
Me puse a pensar en la noche de ayer, tenía curiosidad de ver si alguno de esos extraños moluscos seguían allí brillando en la orilla, terminé de comer, me puse la poca ropa de abrigo que llevaba en la maleta y salí de nuevo al mar.
Al llegar pude ver algunos restos de esos animales, ya no eran tantos ni eran tan brillantes, habían perdido ese esplendor rosa intenso, la noche había terminado por descomponer a unos y llevar de vuelta al mar a otros.
Había solo una persona caminando por la orilla, iba con un paraguas destrozado por el viento, intentaba cubrirse con lo que quedaba de él sin demasiado éxito, al igual que yo contemplaba con extrañeza los moluscos que había en el suelo, me alegraba que alguien más pudiera verlos, empezaba a pensar que era algo que solo formaba parte de mi imaginación o peor aún que probablemente nunca nadie los vería y sería yo la única testigo de aquello, pero es posible que esa figura también fuera parte de mi imaginación, un elemento creado por mi para sentirme mejor.
Decidí irme de allí y atajar por la ciudad hacia el castillo que veía a lo lejos desde el apartamento, estaba en lo alto de una montaña y se me hizo realmente complicado llegar hasta allí, las calles estaban completamente inundadas, había charcos que si quisieras podrías nadar en ellos, iba por una calle u otra dependiendo de la altura del agua, si me llegaba por encima de los tobillos era mejor opción que si me alcanzaba a las rodilla, estaba mojada y fría pero no me volví hacia atrás.
Al llegar por fin a la parte baja del castillo comencé a subir y me sorprendí al ver que existía una especie de aldea inclinada.
Había casas viejas, bajas y torcidas. No parecía haber charcos porque todo el agua caía hacia abajo por la inclinación, pensé si los ancianos que vivían allí realmente tenían energías de salir de casa y enfrentarse a esa cuesta cada día, quizás se quedaran en las puertas sentados en una silla extrañando cuando sus huesos les permitía subir y bajar sin esfuerzo.
Pero no podía saber lo que hacían y mucho menos pensaban las personas que vivían allí porque tampoco había nadie mirara donde mirase, solo casas solitarias en una montaña inclinada a los pies de un castillo.
En lo alto del castillo pude ver infinidad de gaviotas, tenían nidos con huevos y los cuidaban mientras gritaban si te acercabas demasiado.
Nunca había visto tantas gaviotas juntas, asediaban completamente el castillo aunque parecían convivir bien con algunos gatos callejeros que dormían bajo elementos salientes para no mojarse con la lluvia.
No duré demasiado allí, sentía que invadía su privacidad, era una intrusa, sus miradas amenazantes me decían claramente que me fuera, la gaviota más cercana a mi me observaba paciente entre las hojas de unos arbustos, parecía esperar el momento de lanzarse hacia mí, estiró el cuello y las alas por encima de las ramas todo lo que pudo sin alzar el vuelo y con un graznido fuerte y seco que hacía eco el lugar me dió su último aviso, debía irme.
Quizás fuera esa gaviota la que escuché desde el apartamento la noche anterior advirtiendo a otro intruso de que se fuera, quizás ese intruso fuera la figura con el paraguas roto que ví a la lejanía en la orilla esa misma mañana.
Baje de nuevo a la playa y vi sorprendida junto a unas rocas un montón de espuma que habían traído la fuerza de las olas probablemente la noche anterior. Parecía que si te tirabas encima te sostendría como un blando colchón. Alrededor, el suelo estaba completamente cubierto de conchas, no se veía la arena y al pisar encima de ellas crujían al romperse, cogí una ya partida por una esquina con cuidado, la observé y me la metí en el chubasquero, pensé:
- Me llevaré conmigo una parte de este lugar para no olvidar lo que he sufrido.
Luego lo pensé mejor, la saqué del bolsillo y la dejé de nuevo en su sitio junto con las demás:
- Mi dolor debe quedarse para siempre en este lugar.
A veces cuando pienso en aquellos días dudo si era algo real o una especie de encuentro con mi dolor, si no fuera porque las personas con las que hablé mientras estaban allí me lo recuerdan podría pensar que realmente nunca ocurrió, que fue una especie de sueño en el que dejé abandonado mi dolor.
Comentarios